En lo que creo (J.G. Ballard)

"Creo en mis propias obsesiones, en la belleza del choque de autos, en la paz del bosque sumergido, en la excitación de un balneario desierto, en la elegancia de los cementerios de automóviles, en el misterio de los estacionamientos para coches de varios pisos, en la poesía de los hoteles abandonados"

miércoles, 15 de agosto de 2012

Lo que no tiene precio


Me gusta pensar en los soplos, en los momentos, instantes de tiempo que no tienen precio. En las risas, verdaderas y falsas –jugar a reírse de mentira se ha transformado en un pasatiempo muy divertido, yo hago la risa de “Patán”-.  En el ruido de pequeños pies que se acerca a tientas en la oscuridad, haciendo crujir la madera que avisa el despertar madrugador, al alba –o antes del alba, siempre sin luz-. En ese primer llamado de auxilio, “tengo hambre”, que da el vamos del nuevo día. En las nubes oscuras que a ratos nos engañan ocultando la luz del sol. En la sola posibilidad de agarrar la caña, caminar al rio, pescar, volver, tomar café negro y empezar a hacer el aseo mientras las tres Rubias siguen en sus pijamas haciendo cada una lo suyo; la más grande, Chandy,  juega sudoku en posición fetal sexy –desde que llegamos al sur dice que es seca que cada vez los termina más rápido y, aunque nada que ver, ya no le duele nada de nada la espalda-, Violeta pinta que te mueres y sus lápices se van achicando como todo en la vida menos la panza – “yo quiero ser profesora después de artista, porque me gusta mucho el arte”- y la Ema transita alegremente del baile con las canciones de “Alvin y las Ardillas” al trabajo de pintarse las uñas con más derroche que otra cosa. Exceso de entusiasmo, exceso de color.

Me gusta pensar que el día se ordena según la luz del sol, que los relojes tiene cada vez menos importancia en nuestras vidas, que el auto ya no necesita barra antirobo, que la velocidad con que se construya la casa pasará en parte por la lluvia que caiga del cielo, que las vacas lloran cuando les quitan sus terneros, que la palabra penca todavía se usa por estos lados, que J. Conrad fue marino mercante 20 años y que sin más se largó a escribir y nunca más se subió a un barco.

Me gusta saber que mis vecinos son el Tata y el Tito, dos hombres que juntos hicieron cosas imposibles, aventuras que hoy parecen ciencia ficción, películas de otro tiempo. Me gusta saber también la diferencia entre un policía sueco y uno italiano y que después de este invierno vendrá la primavera y los árboles que hoy están en cueros volverán a mostrar sus hojas de quizás qué colores y que la fecha de siembra ya empezó. Vuelvo a sentir las palabras, cómo salen a chorro estas palabras, la incubación parlae. Las niñas juegan al Doctor Hainz, montan una consulta absolutamente influida por una mezcla de José Manuel y consultorio rural remozado con número de atención digital. “Usted tiene una enfermedad bien grande” le dice la doctora a su paciente secretaria. Me gusta pero me asusta ver como crecen las dos loquitas, saber que la ducha comienza a remplazar la tina, que los dientes se caen de uno y de a dos, que el inglés corre por cuenta nuestra –y que sin el ¿cómo le enseño a cantar Ray Charles?- y que falta poco para tener que alistarnos y partir al cumpleaños en el “Restaurante Don Bauche” del amigo de Violeta que se llama Gabriel. Y por supuesto me gusta saber que los Aromos se han adelantado nuevamente.