Las cajas de libros empolvados se
esconden en una de las esquinas. Las bolsas de basura con la ropa de invierno
en las piezas apoyadas en la pared. Las distintas pequeñas cosas que llamamos
recuerdos aparecen por todas partes, en el suelo y dentro de cajas de zapatos
que ya fueron. Son recortes del pasar, las marcas de la aventura.
Llevamos 4 días y tres noches
ordenando y durmiendo, durmiendo y ordenando en la casita. En nuestra casita.
Me gusta el diminutivo, más por el cariño, más por el cariño. No hay cortinas,
no hay agua caliente, no hay repisas ni muebles. Pero hay ventanas, hay luz,
hay algo que empieza, poquito a poco.
Calculo que entre 6 y 7 de la
mañana las bandadas de loros marcan el inicio del día. El gallo Claudio que por
un tiempo fue nuestro desafinado despertador ya no quiso seguirnos,
probablemente prefiera la compañía del abuelo donde se alimenta mejor y no lo
gritan cada vez que caga en las terrazas. Por ahora somos 4 en la cama. Me levanto
cuidadoso de no despertar a nadie, atento a las primeras horas de luz, a mirar
el río Iculpe que suena a Bach, melancólico esperando las lluvias, las crecidas,
las piedras correr.
Por momentos quisiera que
empezaran los temporales, que se fuera el calor y que llegara el frío. Quisiera
prender la chimenea, ver cómo calienta los pequeños rincones de nuestra casita,
sentarnos en el sillón, hacer sopa.
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